I. Crisis y comedores escolares
Esto suena a sección fija donde comentar periódicamente la actualidad, procurando no faltar a la verdad, con fina ironía y, si cabe, con una pizca de sano sentido del humor. Vamos a intentarlo. Poco a poco, y a ver qué da de si. No gastemos la munición antes de tiempo, que, como me dijo mi padre cuando me fui a la mili, hay más días que longanizas. Y lo que vale para dosificar las viandas, también sirve para no malgastar las ideas.
La realidad ayuda, eso sí. No hace falta tener una imaginación desbordante ni una agudeza excepcional para contar las cosas que ocurren diariamente, porque, ya digo, la realidad es generosa al respecto y suele superar a la ficción. Lo importante, y ahí está el reto, es sintonizar bien con ellas y después saberlas decir. ¡Cuánto nos enseñó Milani sobre esto!
Empezaremos con un caso cotidiano que vivo de cerca. Muy ilustrativo de las consecuancias de la crisis en el ámbito educativo. No es aislado, desde luego, sino uno más de tantos que han saltado últimamente a los medios de comunicación. Me refiero a los comedores escolares. La consigna es general: contratar a la empresa que puje más bajo. O sea, la que haga el servicio más barato. Después, obviamente, para compensar (nadie da más por menos) se recorta donde sea y como sea, sin discriminación ni reparo alguno. Es decir, en comida y en personal.
Veamos. Ya el primer día de clase, la cuidadora del comedor me informó de que la nueva empresa que suministra la comida (de catering) ha suprimido el agua del menú (¡unos pocos de céntimos de euro por garrafa y día!). Vale, la del grifo es, supuesta y oficialmente, potable, pero no sale incolora (las tuberías del colegio son viejas) y no resulta apetecible beberla. Los niños lo advirtieron en seguida: "¡Esta sucia! ¡Está sucia!". Comunico la circunstancia y sugiero que se sirva agua envasada, que es su coste es insignificante. "¿Cómo? Ni hablar, que beban la del grifo".
Dejamos el agua y nos centramos en los menús (4,75 €/cubierto. Algo más barato, que el del comedor universitario, 5,40 €, y más caro que el de los Diputados, 3,55 €). Las verduras son importantes, por necesarias y convenientes, y, además, los niños deben acostumbrarse a ellas. Pero eso no significa abusar de ellas, en detrimento de las pastas o la carne, por ejemplo. Las sopas, igualmente, son saludables, pero tanta sopa aguada cansa y no llena mucho, que digamos, aunque se pueda repetir. No así con otros platos más sólidos y consistentes, que, casualmente, su raciones están medidas hasta el milímetro.
Tampoco se observa demasiado esmero en el esrtado de la comida. No es raro encontrarla apelmazada, sin aroma (la traen desde Venta de Baños a Salamanca). Incluso, en alguna ocasión, se ha tenido que tirar el pescado, repleto de espinas, de las que se clavan, para evitar el riesgo de atragantamiento en los niños, especialmente los más pequeños, entre 3 y 5 años. Esos días, "menús especiales". O sea, a la mitad; pero la empresa los cobra enteros. Un incidente "ajeno a su voluntad", porque los niños han de comerlo todo, sea comestible o no. La culpa, en fin, es de ellos, por escrupulosos.
Lo indignante es que el perjuicio que se produce es tan grande e irreparable, para un ahorro tan mísero que recuerda a lo del "chocolate del loro". A nuestros "honorables" diputados y diputadas, con generosas dietas del erario público y económicos precios, estas cosas no les pasan.
Pero la cosa no queda ahí. La cuidadora del comedor tiene la obligación de cumplimentar el acta de incidencias, cuando se produce alguna de especial gravedad, con el fin, se supone, de mejorar el servicio. Ella, que es, efectivamente, muy competente y responsable, lo hace, informándome, como director del centro, de lo sucedido, para que transmita el parte a la empresa responsable. Yo añado mi granito de arena, corroborando su informe, porque lo sé y lo veo a diario. Ni que decir tiene que el parte sienta mal en la empresa. Primera consecuencia: una hora menos de empleo y sueldo, aunque siga trabajándola, porque no le queda más remedio para dejarlo todo a punto del día siguiente. Y a callar, oye.
Las incidencias en el comedor se repiten. Parte al canto y, de paso, queja por el injustificado empeoramiento de sus condiciones laborales. ¿Ah, sí? Rebelde nos ha salido la empleada. Segunda consecuencia: traslado inmediato a otro colegio, sin tiempo para protestar ni recoger pertenencias personales. Y a callar, oye. Se va a su sindicato, y allí le aconsejan que se muerda la lengua y obedezca sin rechistar, que la próxima vez será el despido, con razón o sin ella, o ya se inventarán una, que con la última reforma laboral, la sartén por el mango la tienen los jefes, como siempre, pero ahora más. Así que, ajo y agua.
Con todo, bajo esta insoportable tiranía cuasi feudal, real como la visda misma, con rostros de víctimas concretas, lo irritable y desmoralizador, es constatar el terrible desprecio a los derechos laborales y a las conquistas sociales, que han costado tiempo, sangre, sudor y lágrimas, y de paso recordar quién manda aquí. Éste, se diría, es el mensaje subliminal. O sea, el del miedo que paraliza y genera desaliento, división, insolidaridad, individualismo, culpa, angustia, obediencia ciega, servidumbre y "sálvese quien pueda". Sin duda, los efectos más dramáticos y dolorosos de la crisis cuando se ceba con las personas más débiles o vulnerables. Y, en este caso, el castigo por moverse o significarse. Malos tiempos...
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