Título | Vida heróica de viejos maestros |
Tipo de publicación | Journal Article |
Autores | García Madrid, A |
Revista | Educar(NOS) |
ISSN | 1575-197X |
Ejemplar | Los viejo maestros |
Año de publicación | 2009 |
Volumen | 2 |
Páginas | 7-11 |
Número | 46 |
Fecha de publicación | abr-jun/2009 |
Editorial | Grupo Milani |
Lugar de publicación | Salamanca |
Tipo de Artículo | el eje |
Full Text | VIDA HEROICA DE VIEJOS MAESTROS
Antonio García Madrid (SA)
Facultad de Educación, UPSA
Desde hace varios años, tal vez en la última década con mayor intensidad, me he dedicado a desempolvar viejos papeles y a rescatar del olvido a viejos maestros. Cuando digo papeles me refiero a documentos históricos de 70 u 80 años, no más, y cuando aludo al polvo y al olvido no lo hago en vano, aunque no tenga más testigos a mi favor que mi propio esfuerzo y el silencio quieto de los papeles, cuando no la desidia ante la investigación de estas cuestiones. Por tanto, es fácil colegir que lo que aquí digo – aun cuando renuncie a la cita erudita – se atiene a toda la verdad que esos papeles de primera mano pueden trasmitir.
Es así mismo fácil de adivinar, por las referencias a que aludo, que se trata de viejos maestros y de inquietudes escolares de los años previos a la Segunda República, del periodo republicano mismo y de la guerra civil. Pese a las diferencias, lógicas en grupo tan grande como el del magisterio de entonces, encuentro en buena parte de aquellos maestros rasgos comunes peculiares.
En primer lugar, la mayoría había conseguido – por un medio u otro, bien por los estudios profesionales establecidos o por las inquietudes personales – una sólida preparación para la primera enseñanza, junto a una no menor inquietud por la renovación escolar necesaria.
En segundo lugar, fueron también una mayoría de ellos hombres de sólida “vocación escolar” – si hoy cabe todavía hacer uso de tal palabra sin rubor – a pesar de las muchas vicisitudes y amargas dificultades que la España de entonces, en especial la España rural, les tenía reservadas.
Y en tercer lugar, encuentro en muchos de ellos una profunda convicción, asociada a una no menor responsabilidad personal, cual es la del rescate social y humano a que está obligada la escuela y el maestro. Que una buena proporción de los muchachos que tenían entre los pupitres alcanzara o no la “normalidad social” y la plena ciudadanía dependía en gran medida de ellos. Tal vez se equivocaban y la empresa no fuera sólo de ellos, porque evidentemente les desbordaba, pero no dejaron nunca de pensarlo o de intentarlo y de ordenar su proceder profesional en tal sentido.
De entre todos estos maestros republicanos me han interesado sobremanera los maestros freinetianos, es decir, aquellos que de un modo u otro, sin demasiadas ortodoxias teóricas estrictas, aplicaron en sus escuelas las técnicas de Celestin Freinet. Constituyeron un “ejército de maestros”, organizado de modo casi espontáneo en menos de un lustro, pero con tal fuerza explosiva – por la extensión e intensidad que adquirió el movimiento – que pronto ocuparon Cataluña y Aragón, si bien pueden encontrarse ejemplos en toda España y en los lugares más inesperados. Tal vez numéricamente no fueron más de un centenar y medio de maestros – francotiradores empeñados en la renovación escolar, se decían ellos – pero dejaron tras de sí una lección ejemplar y una estela luminosa de dignidad y dedicación, pese a que fueran pronto olvidados debido a la guerra, la depuración y la represión políticas.
Mas de entre todos los freinetianos – lo que no significa despreciar a nadie – me han sorprendido los maestros de Las Hurdes, los maestros que fueron de la Escuela unitaria de niños de Caminomorisco y de la Escuela unitaria y mixta de La Huerta, lugares perdidos en las fragosidades de la sierra que separa a Salamanca de Cáceres. Para tener medida justa de la labor que desarrollaron es preciso hacerse una idea de lo que eran Las Hurdes entonces y qué hicieron estos maestros en sus escuelas.
No falto un ápice a la verdad cuando afirmo que Las Hurdes eran en los años treinta del siglo XX tierras que en el común de los españoles evocaban pobreza extrema, atraso, dificilísimas condiciones de vida y resonancia de costumbres ancestrales, cuando no enfermedades, que en otros puntos de España eran un mal recuerdo. Pero por encima de todo esto Las Hurdes eran tierras aisladas y abandonadas secularmente por la Administración. Hasta tal punto era esto así que el hurdano, por noble y digno que fuera, raras veces traspasaba los limites geográficos de su comarca, si no era para trabajar temporalmente, forzado por la necesidad, en las más duras tareas agrícolas de la meseta, en especial durante la temporada de la siega.
El aislamiento era, sin que quepa duda, la nota más característica de la comarca. Aislamiento geográfico, propiciado por la orografía natural y la ausencia de otras vías que no fueran trochas y senderos. Pero, en especial, aislamiento cultural que impedía la regeneración humana y favorecía la pervivencia de estructuras y relaciones sociales inusitadas. Miguel de Unamuno, por ejemplo, había dicho con ocasión de su viaje a la comarca: quien una vez vio aquello, nunca más podrá desdolerse de ello. Los hurdanos vivían formas y modos de ser que habían desatado la curiosidad de algunos eruditos foráneos, y el aislamiento era tal que a Las Hurdes se la consideraba entonces tierra propicia de destierro para los ciudadanos inoportunos, políticos rebeldes y extremistas o simplemente díscolos.
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Pues bien, allí, en esta suerte de tierra y de paisaje humano yermos, ocurrió lo que he llamado a menudo el milagro escolar de Las Hurdes. Consiste este milagro en dos hechos sorprendentes e indiscutibles: de una parte Las Hurdes fueron el centro de difusión de la experiencia escolar de innovación freinetiana para toda Extremadura; de otra, en Las Hurdes se puso en marcha la aplicación de las técnicas de Freinet casi al mismo tiempo que en los lugares más privilegiados de la península.
Pero – sería la pregunta lógica – ¿no eran entonces Las Hurdes un territorio aislado y cerrado geográfica y humanamente? Sí, y hacer hincapié en este hecho no es gratuito, porque el milagro reside en el contraste y en la inmensa distancia que existía entre la bruta realidad del lugar, anclada en el tiempo, y la experiencia docente de las técnicas Freinet en dos modestas escuelas.
Técnicas escolares entonces vanguardistas que encontraban lugar propio y un medio propicio de aplicación en la desarrollada Europa y en áreas españolas en las que la innovación tenía lógico acomodo, en las que no era tan raro encontrarlas, ni tampoco sorprendente. Pero ¡en Las Hurdes! donde las necesidades de los niños eran las más perentorias de alimentación, vestido, calzado, sanitarias…, Freinet parece imposibles o una sobreabundancia inexplicable. La respuesta lógica de cualquier experto sería que esas técnicas innovadoras eran entonces imposibles en esta comarca extremeña. Y, sin embargo, fue así: los niños de Caminomorisco y los de La Huerta gozaron de las más significativas. A esos niños les podía faltar el pan, andar descalzos o sufrir graves enfermedades y anomalías físicas, pero no les faltó una escuela y una enseñanza de primera categoría, que podía ser la envidia de otros lugares materialmente más afortunados.
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Hora es de dar el nombre de los dos maestros responsables de tal empresa. Uno, el origen de todo, se llamaba José Vargas Gómez, murciano, responsable de la escuela de niños de Caminomorisco, donde el milagro vio primero la luz. El otro, compañero y apoyo del primero, fue Maximino Cano Gascón, oscense, maestro de un enjambre de niños y niñas de todas las edades en La Huerta, alquería próxima. Los dos estaban sujetos a la Misión Pedagógica del Patronato de Las Hurdes y juntos tomaron la decisión de embarcarse en tal empresa en los últimos meses del año 1932. Y de su bolsillo – escuálido bolsillo de 2500 pesetas anuales – pagaron las imprentas y el material necesario para proceder en la escuela con nuevas maneras y con otros objetivos.
Desde entonces los niños, dejando aparte rutinarias y viejas formas escolares, experimentaron otra escuela que les absorbió y embelesó. Así por ejemplo, la adquisición y construcción del conocimiento a partir de la experiencia directa y espontánea o provocada por el maestro – que, en definitiva, era la que habían vivido a diario y de la que se valían para el dominio de su mundo – se convirtió en la principal manera del aprender escolar.
Después, el texto y la composición libres aparecían entre los pupitres, incipientes trabajos escolares que pronto preparaban para la imprenta e imprimían con los “maestros-niños impresores” en dos periódicos escolares, uno de cada escuela, sorprendentes con sólo verlos por imposibles para lugar tan apartado.
Luego, la aventura escolar continuaba con el intercambio del periódico propio y de los trabajos personales con escuelas lejanas – lejanísimas a veces –, de las que recibían otros impresos y cartas en los que, asombrados, conocían noticias de tierras insospechadas.
Cuántas sorpresas las de los muchachos de Caminomorisco y La Huerta, quienes, ¡en 1933! se relacionaban con escuelas de Lérida, Barcelona, Madrid, Soria, Huesca y Andorra; con escuelas francesas y belgas y con escuelas hispanoamericanas de México y Uruguay, cuando no conocían todavía carretera que les uniera con los pueblos más cercanos, desconocían el ferrocarril y el automóvil y, tal vez, el viaje más lejano había sido al lugar vecino. Sorprendente esta internacionalización de escuelas tan modestas y arrinconadas, pero absolutamente cierto. Para entenderse con los niños de Francia y Bélgica el maestro Vargas les hacía escribir las cartas y los trabajos con un amplio interlineado, donde él intercalaba la traducción francesa, para que aquellos muchachos hurdanos se impregnaran de otra lengua. Todavía hoy los pocos y viejos alumnos recuerdan los nombres franceses de sus interlocutores.
Además de estas técnicas canónicas freinetianas, los muchachos conocieron otras sorprendente. Los maestros Vargas y Maximino llevaron a la escuela el cinematografo, que, a falta de alumbrado eléctrico, funcionaba con una pera de aire, o la radio (radio galena entonces), para la que Maximino tendió en el monte cercano una gran antena dipolo con la ayuda de los niños, alguno de los cuales huyó despavorido cuando con asombro oía que salía una voz misteriosa de una caja de conserva de membrillo, en torno a la que se habían reunido todos.
También la cantina (comedor) escolar, que paliaba el hambre, la cría del gusano de seda, la repoblación forestal de algunos lugares del pueblo y del entorno inmediato a la escuela, y los huertos escolares, donde el inocente sembrador de lapiceros hizo de las suyas.
Merece la pena contar esta anécdota que dice mucho de la mentalidad dominante: en un momento dado vieron todos con asombro, maestro y alumnos, que desaparecían los pocos y valiosísimos lapiceros que había en la escuela. Nadie sabía nada hasta que alguien los encontró sembrados en un huerto. El afectado explicó, cándidamente, que deseaba lo mejor para todos y que, viendo que los lapiceros eran de madera y tenían un parecido con las plantas, los había tomado para sorprenderles unos meses después con una cuantiosa cosecha
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Con ser sorprendente todo lo anterior, sorprende áun mas el diagnostico que de la realidad circundante hicieron estos maestros y la convicción con la que procedieron.
El trabajo de Vargas y Maximino, como el de la mayoría de los maestros rurales de entonces, no era fácil: la dureza de las condiciones de vida y de las gentes, el analfabetismo y la incultura, el habitual aislamiento del agro y la escasa compensación salarial o de promoción…, eran todos obstáculos en el cotidiano vivir. Pero en su caso lo fue mayor por el acentuado contraste entre la realidad que tenían enfrente, mostrenca y cerril, y lo que los maestros representaban.
A los pocos meses de llegar, Vargas ya escribía sobre la dureza que suponía cavar y sembrar en tierra yerma, sobre lo duro de una labor docente con escasos frutos en aquel lugar. Aunque advertía de inmediato que los niños – generalmente vivos, simpáticos y con buena voluntad – no eran el problema o que la causa no había que buscarla en ellos. La causa, al parecer de los maestros, estaba en un medio geográfico y humano cerrado y degenerativo, de incultura y cerrilidad que agostaba en pocos años las iniciales “apetencias de civilización y de progreso”, a las que niños y jóvenes naturalmente tendían. El confinamiento geográfico secular de la comarca, primero; después, la subsiguiente “degeneración fisiológica galopante” y la deshumanización “moral y mental” hacían de aquellos niños, normales para su medio, “anormales ante los del resto de España que se desenvuelvan en ambiente más humano”, incapaces de competir con los iguales, predispuestos a la lentitud en el aprendizaje, y, lo que es más grave, de progresiva cerrazón al impulso natural a sorprenderse y a aprender.
No menos cruda y dura, aunque siempre respetuosa, es la descripción que hacen de los mayores – a los que daban clases nocturnas – y de los jóvenes, todos atrapados en la misma ratonera de la miseria. Mundo de costumbres y mentalidad marcadas por la cerrazón que hace inútil tan a menudo cualquier intento de educación.
A la postre, se percibe en los maestros Vargas y Maximino una denuncia de la miseria, pero no de la miseria en sí, dolorosa sin duda, sino del cerco en que atenaza a los hombres. La verdadera miseria lo es, dolorosamente, la negación de cualquier posibilidad humana, como lo era para aquellos niños hurdanos inocentes. La negación de la cultura produce víctimas, niega posibilidades ordinarias, cierra la proyección personal. Coinciden Vargas y Maximino en esto con maestros de primera línea: la miseria y la pobreza no son sólo condenables de por sí; lo son también porque estrechan el horizonte vital humano, hasta el extremo de hacerlo muchas veces irreconocible. Sólo la escuela, y lo que ella aporta, la cultura, es capaz de restituir lo humano en su lugar propio y de abrirle de nuevo a una proyección ilimitada.
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¿Recibió tan gloriosa y heroica experiencia alguna recompensa? Ninguna. Muy al contrario, la guerra y las consecuencias trágicas de la burricie política construida por unos y por otros les atrapó en la tenaza de la represión. Los dos, en uno u otro bando político temieron por su vida y por la seguridad de sus familias. Los dos fueron depurados y Maximino – un hombre bueno y sensible – conoció incluso la cárcel y la justicia militar. Y luego, el olvido para lo dos de lo que fueron e hicieron. Y sobre el olvido terminó cayendo el polvo que cubría los viejos papeles, los únicos testigos que todavía decían algo de ellos. |
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