Título | Maestros de nuestros ancianos ¿y nuestros? |
Tipo de publicación | Journal Article |
Autores | Gutiérrez Martínez-Conde, L |
Revista | Educar(NOS) |
ISSN | 1575-197X |
Ejemplar | Los viejos maestros |
Año de publicación | 2009 |
Volumen | 2 |
Páginas | 5-6 |
Número | 46 |
Fecha de publicación | abr-jun/2009 |
Editorial | Grupo Milani |
Lugar de publicación | Salamanca |
Tipo de Artículo | lo oficial |
Full Text | Maestros de nuestros ancianos ¿y nuestros?
Luis Gutiérrez Martínez-Conde (S)
Historia contemporánea de España y de la Iglesia
Podemos tomar la idea de las generaciones de Ortega como un modo de comprender el pasado y también el presente. La dimensión histórica del ser humano, considerado en abstracto y como individuo, por una parte y, por otra, la historia que nos aparece como un todo continuo, que hay que poder diseccionar para comprenderlo, justificaría la introducción de una división pormenorizada de la historia y de sus protagonistas.
Por ser los individuos de una misma época y lugar partícipes de una herencia común y de unas circunstancias relativamente homogéneas, cada generación vive de los mismos presupuestos teóricos y con similares condiciones. La comunidad de estos presupuestos haría que entre los hombres de una generación fuesen mayores los parecidos que sus diferencias, por más que ellos se empeñen en resaltarlas en las ideas que propugnen o discutan, o en los comportamientos que protagonicen o propongan.
Con ocasión del centenario de Ortega y Gasset, José Luis Abellán recordaba que la estructura de las generaciones cubre un período quincenal que el filósofo estableció entre los 30 y los 60 años de edad de cada individuo con una fecha de transición en los 45. La generación entre los 30 y los 45 sería la generación emergente y la que se sitúa entre los 45 y los 60 la generación establecida.
Pero señalaba también Abellán la necesidad de adecuar esta teoría de las generaciones a dos hechos característicos de nuestra época que no se daban en el momento de su formulación por Ortega: la longevidad de la vida humana, que obligaría a prolongar la vigencia generacional hasta los 75 años, y la irrupción de los jóvenes en la vida activa. Esto quiere decir que readaptando la teoría de las generaciones se darían simultáneamente cuatro en la vida social en un momento determinado. Serían las comprendidas entre los 15 y los 75 años, con fechas de separación en los 30, los 45 y los 60.
Veinticinco años después de esta reformulación podemos distinguir hasta siete tramos generacionales diferentes. Desde uno primero de los menores de 15 años, hasta el último de los mayores de 75, dividido a su vez en dos en torno a los 90 años. Recientemente, Diego Gracia –discípulo y maestro- afirmaba en una entrevista en El País digital que “Somos la primera generación con una esperanza media de vida de 80 años [...] un tiempo razonable para llevar a cabo los objetivos de vida”.
Nos interesamos por ellos, discípulos de los discípulos de los indiscutidos grandes maestros. Mi madre tiene 95 años y va olvidando muchas cosas en su lucidez. Los nombres de sus tres maestros de la infancia permanecen. De doña Luisa, don Leopoldo y la señorita Juana conserva no sólo sus recuerdos, sino la apreciación normativa de sus padres respecto a cada uno de ellos. Luisa es la mas mitificada; recibió sus clases en torno a 1920, era una maestra confesional convencida y continuó educando generación tras generación hasta la Ley General de Educación (1970). Don Leopoldo es el más respetado; era un maestro en la onda institucionalista, prototipo de santo laico, avalado, por cierto, por el párroco y todos los demás informantes en el proceso de depuración de posguerra. Juana es sencillamente denostada; era la que menos gustaba a sus padres, su modernidad resultaba chocante, su rastro se pierde – siendo la más joven – en los turbulentos años treinta. Don Leopoldo y doña Luisa pertenecieron a la generación del 14, establecida y emergente respectivamente; Juana, a la del 27. Y todo esto en un decenio, en un valle rural montañés, de la provincia española más alfabetizada, eso sí.
Parto de esta anécdota porque considero que preguntarse por los viejos/grandes maestros puede hacerse a diferentes niveles, sin olvidar que estos normalmente se entrecruzan entre sí; puede constituir además un buen ejercicio para observar la diversidad simultánea de magisterios y lo imprevisible de la constitución de los discipulados, que es lo que caracteriza y permite hablar de maestros. Es una historia local que podemos leer en perspectiva de historia de la sociedad.
El espíritu de las Escuelas del Ave María se acerca a Santander en 1893, al fundarse una escuela de este tipo en el pueblo natal de Manjón, Sargentes de Lora, al norte de Burgos. El fundador había estudiado en 1858 latín en la preceptoría de Polientes, al sur de la actual Cantabria.
Una de las redes vehiculares entonces de magisterios, las colonias de vacaciones de la Institución Libre de Enseñanza, fueron originariamente una experiencia pedagógica cuya organización asumió la Corporación de Antiguos Alumnos de la ILE, la Institución Libre de Enseñanza, en San Vicente de la Barquera, Cantabria, entre 1894 y 1936. Constituye otro ejemplo de irradiación.
La cuarta presencia educativa era la enseñanza congregacionista. Escolapios y maristas, en Villacarriedo y Suances, no lejos del valle escenario de la historia anterior, educaban a los que tenían posibles – una cierta conciencia de las ventajas de la educación para las nuevas generaciones – o, en el caso de mi padre, a los que se preparaban para ir a América tirados por las cadenas migratorias constituidas o consolidadas a lo largo del siglo XIX. Era una educación especial, que ahora llamaríamos secundaria; en el caso de Cantabria, al menos, muy vinculada a la vida.
Los maristas y otros religiosos que se establecieron en los años previos a los de la llamada “ley del candado” permanecieron en un recuerdo agradecido que generó modos específicos de afrontar la vida en contextos diferentes y a veces muy secularizados, por ejemplo. Precisamente, muchos de esos religiosos eran extranjeros y fueron demandados por quienes querían prestar a su nación un servicio del que no dispusieron al emigrar y, ahora, en su retorno exitoso o en su llamamiento a familiares y conciudadanos, estaban en condiciones de prestar.
Pero ¿qué pasó con las señoritas Juana? Me refiero a las nuevas promociones de maestros incorporadas en los años veinte a la enseñanza estatal. En mi opinión el momento de confrontación fundamental creativa de la España contemporánea tuvo lugar precisamente en los años veinte. Los grandes centros escolares, muchos de ellos atribuidos a la República, datan de esta época. La Junta para la Ampliación de Estudios venía funcionando desde 1907 y abrió las puertas de Europa a muchos normalistas, religiosos incluidos. La intuición de Pedro Poveda pretendió contrarrestar la “estatalización” del magisterio. Los maestros de la generación del 27, es decir que estaban en el tránsito de la emergencia a la consolidación en torno a esa fecha, será a los que les explote la confrontación militar en diversas formas, incluida la muerte o la separación del servicio, pocos años después. Pero hubieran sido también los condenados a entenderse de no haber sido por el golpe de estado y posterior guerra civil. Se impusieron unos en los años treinta, o lo pretendieron, y monopolizaron, los otros, la enseñanza, a medida que finalizaba la guerra. Aquellas generaciones coetáneas realizaron una función de intercambio dialéctico, al menos hasta la Guerra Civil.
Dos preguntas quedan en el aire al recordar a los maestros de los maestros de la generación actual más veterana. ¿Por qué sólo algunos de ellos son reconocidos unánimemente como tales, por ejemplo Giner, Cossío, Castillejo, independientemente del conocimiento y adhesión que se tenga a su pensamiento y propuestas? Y ¿por qué no existe ninguno considerado unánimemente como tal en el ámbito católico, como Manjón, Menéndez Pelayo o Poveda, independientemente del tipo de vinculación concreta que se tenga con ellos? |
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