Año: 2004 , Número: | |
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Disfrutar en la escuela cuando la enseñanza es una de las actividades profesionales donde más bajas laborales se producen anualmente y donde el grado de descontento o desmotivación es mayor. El estrés, la ansiedad, la depresión o el síndrome de Burnout (del “quemado”) son las enfermedades psicológicas más frecuentes, debido generalmente a la presión social que los profesores padecen, al exceso de responsabilidades que se les exigen, a la infravaloración profesional que perciben y a los numerosos cambios legislativos, educativos y culturales que han de asimilar.
Sin embargo, y paradójicamente, según un reciente estudio sobre La situación profesional de los docentes (Marchesi y otros, 2004) la gran mayoría del profesorado declara que no cambiaría su trabajo por ningún otro y que, pese a todo, la docencia les gusta. Así que, hay algo que no cuadra. Tal vez, lo que verdaderamente necesitan es amor y humor. Amor para que se sientan más valorados y reconocidos por su trabajo. Y humor, para responder mejor a los difíciles problemas que han de afrontar a diario en los centros y en las aulas.
Y, precisamente, de disfrutar es de lo que trata este número de Educar(NOS). Estamos seguros de que con “buen humor” muchos de los problemas de convivencia que deterioran la vida de los centros se resolverían mejor. Pero, sobre todo, se recuperarían dos ingredientes fundamentales de la educación: el entusiasmo y la esperanza. El primero, como poderoso motor para elaborar y llevar a cabo estimulantes proyectos pedagógicos que mejoren la calidad educativa de los centros y las relaciones entre profesores y alumnos. La segunda, para seguir creyendo en la educación como el mejor instrumento de desarrollo y promoción social de las personas.
Ante la enseñanza y la educación se precisa de un cierto distanciamiento para poder ver con nitidez los numerosos factores que entran en juego y evitar quedarse atrapado entre ellos, como cuando, ante la contemplación de un cuadro, nos alejamos discretamente con el fin llegar a comprenderlo y a apreciarlo mejor. Es decir, para que los árboles no impidan ver el bosque. O sea, para que las leyes, las programaciones, los métodos, las técnicas didácticas, las evaluaciones, etc., no ahoguen lo educativo.
La alegría, el sentido del humor, el entusiasmo… ayudan enormemente a ese distanciamiento, “quitándole hierro” al discurso pedagógico (a menudo tan rígido), a disfrutar del trabajo en equipo, de las cosas bien hechas, y, en fin, a conseguir esa deliciosa e impagable complicidad entre alumno y maestro, en medio de actividades, satisfacciones y risas compartidas.
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