De mi Club de Lectura de los jueves rescato esta divertida y célebre novela que hemos leído recientemente. Una recomendación literaria en este último día y domingo de mayo, en plena pandemia del terrible COVID-19, con la esperanza de volver pronto a la normalidad, tras dos meses y medio de confinaniento:
El barón rampante
Publicado en 1957, El barón rampante (Il barone rampante) es una de las novelas más leídas del autor italiano Italo Calvino (1923-1985), y de las mejor valoradas de las letras italianas del siglo XX. Es la segunda de las tres novelas que conforman la trilogía Nuestros antepasados, precedida por El vizconde demediado (1952) y continuada por El caballero inexistente (1959). Se trata de una novela amena, pero con un fuerte y amargo simbolismo, en la que Calvino, partiendo de un homenaje a los libros de aventuras, donde la libertad es el leitmotiv que las caracteriza, manifiesta su crítica social, consciente de vivir en un mundo que niega la más elemental individualidad de las personas, que ven reducida su vida a una serie de comportamientos y convenciones socioculturales que la constriñen, la limitan, impidiéndola desarrollarse por sí misma, ampliar sus horizontes y explorar otros diferentes, según sus legítimos deseos, aspiraciones y capacidades, y, en fin, para convertir a la persona en un individuo obediente, adaptado, cobarde, acrítico, mediocre y servil.
Todo ello representado en la familia de Cosimo, el niño protagonista, que en un acto de absoluta y obstinada rebeldía decide vivir en los árboles de su pueblo sin pisar nunca el suelo, empezando por los del jardín de su casa paterna para, moviéndose ágilmente, de unos a otros, asomarse al exterior y explorar otros mundos, vivir aventuras y experiencias nuevas, conocer a personajes ilustres, así como el compañerismo, la lealtad, la traición, el sacrificio, el arrojo y el amor incondicional a Viola, lejos de la rígida disciplina familiar y sus valores caducos, burgueses, rastreros, egoístas, poniendo, asimismo, en entredicho la autoridad paterna al desobedecerla y desafiarla, por absurda y carente de todo sentido pedagógico y de verdadero afecto, representativa de la época y los nada ejemplares gobiernos de turno que no se ocupan de los problemas y necesidades del pueblo.
Estamos a finales del siglo XVIII y principios del XIX, con la revolución francesa y las guerras napoleónicas como trasfondo. Un pulso que Cosimo ganará a base de terquedad, osadía y firmeza, que nos recuerda a personales inolvidables de la literatura de aventuras como Pippi Calzaslargas (Astrid Lindgren, 1945), Jim Hawkins, de la Isla del Tesoro (R. L. Stevenson, 1883) y Tom Sawyer (Mark Twain, 1878) donde el ansia de libertad y de autoafirmación son las características que definen sus personalidades indómitas. Toda una nostálgica declaración de amor a esos libros y sus personajes.
La tesis o tema que inspira la novela es la fidelidad hacia uno mismo, desde el momento que una persona se impone una regla o se marca un objetivo, y lo sigue hasta sus últimas consecuencias, pues es lo que, a la postre, la define y distingue, ya que sin eso no sería ella misma, ni para sí ni para los demás, y la sensación de traicionarse a sí misma sería tan fuerte y desalentadora que la convertiría en un pelele ante sus propios ojos, no tendría valor ni de mirarse al espejo. Hay, por tanto, un sentido ético-moral de la persona ante sí misma, inquieta, inconformista, perseguidora de valores más altos frente a la moral convencional que imponen los demás, la del qué dirá la gente, sino la personal, la propia, la que te habla y te cuestiona, la de la conciencia crítica como tu más severo juez que te conoce mejor que nadie y de la que no puedes escapar si quieres mantenerte digno ante ti mismo.
Y todo eso nos lo cuenta Biagio, el hermano de Cosimo, su admirador más incondicional, que por cobardía o inseguridad optó por la vida conformista frente al riesgo y la incertidumbre de la de su hermano, que no representan sino el miedo y la soledad del ser humano. Hay también un subliminal simbolismo en el personaje de Cosimo, pese a su activismo, viajes y numerosas aventuras, como el intelectual decepcionado que, desde su torre de marfil observa la realidad sin mojarse o bajar a la arena y torear la realidad a pie de calle, mezclándose con la gente e implicándose de lleno en los conflictos y problemas sociales, sino desengañado de la política y de las ideologías se aleja para centrarse en el individuo, en la persona y su íntima circunstancia. Decepción y desencanto que implícitamente explican su dolorosa salida del Partido Comunista Italiano (PCI), inevitable, por otro lado, en un intelectual inquieto, alérgico a los dogmatismos y a la disciplina de partido.
Conviene aclarar que aquí el significado de rampante no es el del ambicioso y trepador social sin escrúpulos, el trepa o mascalzone que conocemos habitualmente, como podría entenderse a primera vista, sino el de ascendiente, creciente, el que se eleva por encima del conformismo y la mediocridad de una sociedad pacata, hipócrita e inculta, aferrada a anticuadas y retrógradas costumbres; de sus miserias, normas y convenciones absurdas, de ahí la metáfora de moverse en las alturas de los árboles. Y desde esa atalaya que le separa de la sociedad vulgar, empobrecedora, que impide desarrollarse y crecer, para evitar contaminarse de sus poco edificantes valores, pretende imponer o exponer su sentido de la vida y de sus convicciones políticas, ideológicas y morales, con una mirada lúcida, original, independiente y crítica, la del intelectual auténtico, coherente e íntegro.
Calvino, Italo, El barón rampante, Edit. Siruela, 13ª edición, Madrid, 2005, 248 pp
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