Hay un interesante blog en El País sobre educación titulado "Ayuda al estudiante", a cargo de Carlos Arroyo, docente y periodista, que ha iniciado una serie de artículos a cerca de "El mejor profesor de mi vida", en la que los lectores son invitados a escribir sal respecto. Yo suelo leerla y me impresiona la belleza y gratitud de muchos de los testimonios. Hoy, por fin, me he animado a exponer algunos recuerdos sobre el tema en cuestión. Espero que os gusten o provoquen una amable sonrisa.
CONFIARON EN MÍ
De los buenos profesores que he tenido, desde la escuela a la universidad, me quedo con aÍquellos que creyeron o confiaron en mí. Yo no fui un estudiante brillante ni ejemplar, aunque sí inquieto (con inquietudes, vaya; no nervioso o hiperactivo) y voluntarioso. Había en mí, efectivamente, cierta “madera” aprovechable que aquellos buenos profesores supieron ver, como en tantos otros alumnos.
A finalizar la escuela, antes de entrar en el Instituto “Fray Luis de León” de Salamanca, previa superación del examen de ingreso, que se hacía a los 10 u 11 años -primera gran criba o reválida del alumnado, pues muchos no aprobaban y se quedaban en la escuela hasta los 14 años, edad en que la abandonaban y salían a trabajar en lo que fuera, de repartidores o aprendices mayormente- mi padre le preguntó al maestro: “Bueno, don José (José Lillo, se llamaba este buen maestro con el que aprendí mucho más que las famosas cuatro reglas), qué tal el chico, sirve para estudiar o no”. Y éste le contestó: “Es un poco lento, un “tren de mercancías” –como solía llamarme en clase-; pero sí, puede y debe continuar los estudios”. Mi padre se quedó tranquilo y en octubre de 1965, recién cumplidos los 11 años, empecé el bachillerato en dicho instituto.
El cambio fue nefasto para mí, sobre todo al principio. De la seguridad y protección de la escuela unitaria de don José, pasé a sentirme perdido, inseguro y desamparado en el instituto. Un enorme y viejo centro que albergaba a más de mil alumnos de todas las clases y condiciones. Mi autoestima quedó por los suelos al verme entre tantos chicos, más altos y fuertes, e incluso más listos y aplicados, que yo. De forma que, para no sentirme inferior y negando mis capacidades, me junté con los más torpes y vagos de la clase. En el fondo, supongo, buscaba llamar la atención y ayuda de mis profesores. A trancas y barrancas, veranos incluidos estudiando, llegué a 6º, el último curso del bachillerato. Y entonces se destapó el tarro de las esencias. Lo aprobé todo en junio, con la providencial ayuda de una joven profesora, la de Lengua y Literatura, Mª Auxiliadora Moreno de Vega, que sacó lo mejor de mí mismo, simplemente tratándome con respeto e interesándose por mis lecturas y aficiones, cosa infrecuente en aquella época, y menos con los alumnos mediocres. Pero había llegado hasta el final, superado cursos y la reválida de 4º -otro gran filtro-, por tanto no era un zoquete ni un holgazán. Ella, sin prejuicios, supo intuir las cualidades que, por timidez o inseguridad, yo escondía o no me atrevía a mostrar. Y consiguió el milagro. No sólo en su asignatura, sino en todas las demás. ¡Bendita sea!, allá donde esté, porque me salvó.
Después, en el COU y en la Universidad encontré de todo en cuanto al profesorado se refiere. Y, nuevamente, me acuerdo, sobre todo, de aquellos profesores que, además de su gran competencia docente y de contagiar su entusiasmo por la materia que impartían, se fijaban en la personalidad de cada uno de los alumnos y alumnas. Nos conocían. Sabían motivarnos individual y colectivamente. En este sentido, destacaré a don Miguel Sánchez-Barbudo, profesor de Geología, que fue para mí un gran ejemplo y estímulo. Él sabía de mis preocupaciones políticas como representante estudiantil y de mis actividades culturales (teatro, literatura…). Don Miguel era una persona volcada en la enseñanza, paciente, discreta y moderada, y, sin embargo, nunca me vio como un personaje incómodo o conflictivo, dada la tensión habitual entre profesores y estudiantes en aquellos convulsos años setenta. Al contrario, creo que percibió en mí a un joven razonable y sensato, capaz de compaginar sus intereses sociopolíticos con el estudio de la geología y, en general, de las ciencias naturales. Y lo consiguió. A él se lo debo.
Tres ejemplos solamente, entre muchos otros que podría describir aquí. Sería injusto no mencionarlos, al menos. Así que, sirvan estas modestas líneas para agradecer y homenajear a todos aquellos profesores que han sabido –y saben- sacar lo mejor de sus alumnos, porque confiaron en ellos, generando entre ambos una fructífera e inolvidable complicidad. ¡Gracias!
- blog de Alfonso Díez
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Comentarios
1 comment postedNunca me hubiera supuesto que fuiste mal alumno de pequeño. Te creo casi un empollón desde el principio y ahora - tras el viaje a Calenzano y Barbiana - un magnífico cronista con tu cámara fotográfica! Gracias otra vez. Corzo